Él, como cada mañana, salió a pasear. Le gustaba caminar sin rumbo. Sin mirar el reloj. Sin buscar un destino. Sin tiempo.
Nunca fue un hombre de ciudad, pero los años y las circunstancias le habían hecho adaptarse a aquel lugar. Callejeaba cada mañana e imaginaba que los rascacielos eran montañas. Que todas aquellas personas corriendo de un lado para otro eran colonias de hormigas organizadas, movidas por el único impulso de mantener abastecido un agujero bajo la tierra. Si se paraba un rato a descansar en un banco, levantaba la cabeza hacia el cielo e imaginaba que podía mirar el horizonte. Necesitaba esta rutina para poder respirar.
Aquella mañana se cruzó es su camino una pequeña floristería. Sin saber muy bien porqué, entró. Se dirigió hacia el mostrador. Una atareada chica se peleaba entra papeles y facturas y suspiraba desesperada. Mientras esperaba a que ella acabara se fijo que detrás del mostrador había una hermosa imagen de un campo lleno de amapolas. Le dió un vuelco al corazón y recordó. Recordó entonces que ella adoraba las amapolas. Y sintió... Sintió entonces que nunca había dejado de amarla. Y por unos segundos dejó de respirar.
Un lejano "Hola" lo reanimó y sin pensarlo encargó un ramo de flores blancas. Sacó de la cartera un sobre doblado, ya amarillento, que llevaba consigo desde hacía más de 30 años. Se lo entregó a la dependienta y le pidió que lo entregara junto con el ramo en la dirección que estaba escrita en el sobre. Pagó y como cada mañana siguió caminando.